OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

miércoles, 18 de febrero de 2015

"ESCRIBIR A LA MADRE" , mi reseña a "LA MUERTE FELIZ DE WILLIAM CARLOS WILLIAMS", novela de Marta Aponte Alsina, en revista CRUCE











 

 

 

 

Enlace:  

http://revistacruce.com/letras/escribir-a-la-madre.html



 

Texto completo: 

Escribir a la madre


Aponte Alsina, Marta: “La muerte feliz de William Carlos Williams”, Sopa de Letras, San Juan, Puerto Rico, 2014

©Marta Ortiz



La red social Facebook, exhibiendo una modalidad en alza entre los usuarios escritores, aportó la tecnología ad hoc: sirvió de plataforma-laboratorio donde probar la acogida de algunos fragmentos de La muerte feliz de William Carlos Williams, durante el proceso de su escritura. En palabras de su autora, Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico, 1945), ‘Ha sido una experiencia nueva ir publicando allí pasajes del libro. Muy estimulante, porque de algún modo abre respiraderos, agujeritos lectores en la soledad de la escritura’. Doy fe: quienes tuvimos acceso a esas publicaciones siempre le pedimos más, atraídos por una trama absolutamente inédita en la literatura de ficción. 


Dicha trama (retrospectiva, constantes flashbacks de la memoria), recrea la “relación de hermano y amante, más que de hijo”, del poeta norteamericano William Carlos Williams con su madre, Raquel Hoheb, nacida en la ciudad portuaria de Mayagüez (Puerto Rico), de madre martiniquesa y padre con ancestro holandés, raíces que definen la filiación del poeta con el mundo caribeño, latinoamericano e incluso español, a partir de los recuerdos de su madre, que él se encargó de registrar al mínimo detalle. 


Estructurada en veinticinco capítulos intercalados con precisas imágenes fotográficas en blanco y negro, La muerte feliz de… es la séptima novela publicada de Marta Aponte, a las que se suman dos libros de cuentos, además de su labor crítica y ensayística, conjunto que da cuenta de la solidez de un oficio maduro, sedimentado.


En el tiempo narrativo, los personajes centrales (Raquel y su hijo poeta) son literalmente viejos; el hijo ya lo es cuando su madre anciana necesita de cuidados diarios e intensivos. Todo el pasado que se evoca cabe en la larga noche en que William Carlos y su esposa Florence aguardan la llegada de quienes se encargarán de trasladar a Raquel a un geriátrico. Separación conflictiva evidenciada desde el primer capítulo: a cada grito o quejido, el hijo poeta se ve obligado a bajar del ático donde instaló su lugar de trabajo, y asistirla. La sucesión de secuencias aluden a su malestar ante lo que siente es una traición: “Por qué escogimos esa maldita hora para entregar a mamá, somos unos monstruos” (pág.209-210); noche crucial que claramente asociamos a la violencia de otra escena inolvidable de la literatura: aquella en la que Stella y Stanley Kowalski (Un tranvía llamado deseo), entregan a la inestable e inconsulta Blanche Du Bois, a los “carceleros” que la depositarán en el  manicomio. 


Probablemente haya sido la lectura de Yes, Mrs Williams ‒libro tardío en su producción literaria, donde William Carlos escribió la memoria de su madre: “… tardó décadas en entrar y salir del manuscrito. Lo publicó con señales de obra inconclusa en las postrimerías de su vida…” (pág165)‒, la que le disparó a la escritora la idea de recrear la vida de Raquel. Perdida entre la vigilia y el sueño, la mujer le transmitió a su hijo ‒“my child”‒, los retazos de la que fue su vida activa. 


En las ficciones de Marta Aponte,  los personajes están ligados, de un modo u otro, a Puerto Rico o a cualquier otro punto del Caribe, aunque hayan pasado la mayor parte de su vida fuera de esa geografía cuyo destino parece ser el de lugar de paso, sin “amantes permanentes”. Destacamos también la omnipresencia de su mirada crítica a la condición subalterna de la mujer según la coordenada histórica que le corresponda, y a los imperios conocidos (USA, Inglaterra, Francia), “…que inventaron un Caribe de sirenas y ron.” (pág. 25).
 

Raquel Hoheb, madre de W. C. Williams (el poeta canónico es sólo una excusa para dar entrada a la casi desconocida figura de su madre), mayagüezana, tempranamente enviada a París y de allí a Puerto Plata (Santo Domingo) para finalmente radicarse en Rutherford (EEUU) donde vivió la mayor parte de su vida en la misma casa de la que tampoco se ausentó, salvo en escasas ocasiones, William Carlos‒; esa Raquel leída en las páginas que el hijo publicó diez años después de su muerte, fueron el puntapié inicial para que Marta Aponte se decidiera a escribir su novela: ‘…descubrí la existencia de Yes Mrs. Williams, lo leí en inglés y me fascinó. Luego pensé que merecía una respuesta o un diálogo que tuviera la libertad de las ficciones y que se prestaba para una novela. Lo interesante para mí es cómo esos recuerdos de la madre terminan publicados en un libro del poeta y cómo esos recuerdos son, entre otras cosas, una memoria del Mayagüez de mediados del siglo XIX. La memoria que se desplaza, desaparece y de pronto resurge en un lugar inesperado’: sus palabras en respuesta a mis preguntas me dieron la clave por la que se deslizó la preparación de la novela.


Así, el lector de La muerte feliz de… podrá recorrer el Mayagüez del siglo XIX, el “del oído que ninguna historia escrita recoge. […]  Lo copió sin borrar pistas, para que alguien, acercándose a las letras con el oído luminoso para las texturas, diera algún día con ellas”. (pág. 166). Y no fue otra que  Marta Aponte Alsina, dueña de ese oído luminoso para las texturas, quien dio con el texto y pergeñó su versión ficcional. 


Seguirá a Raquel, el lector, en su viaje a París (1877), la verá entrar al taller de Carolus Duran donde educará sus talentos para la pintura; presenciará con ella la Exposición Universal de 1878 (otra vez la tecnología y sus apoyos totalizadores para la escritura de las novelas contemporáneas: la narradora aclara que W.Carlos no tuvo oportunidad de consultar los manuales técnicos de dicha Feria pretendidamente universal: “yo sí los he visto sin tocarlos, en una pantalla”); un par de años después la verá llegar a Puerto Plata, Santo Domingo, donde conocerá a quien fue su marido, el inglés santomeño William George Williams. Llegará con ella en 1882, el lector, a Nueva York (ciudad imán de identidades diversas donde prospera el espiritismo ‒que Raquel y familia practican‒ tanto como el auge del capitalismo). La espera William George, cruzarán a Brooklyn en ferry ‒el puente homónimo se encuentra aún en plena construcción‒, para instalarse finalmente en Rutherford, un pueblo rodeado de ciénagas y bosques donde más tarde nacerá William Carlos Williams. 


En ocasiones, la narradora (en algún párrafo se identifica con el nombre de la autora) apelando a un ágil y rítmico estilo indirecto libre, inserta, en el cuerpo de los párrafos narrados en tercera, diálogos cruzados en primera persona (omitiendo rayas y guiones): Raquel alude y dialoga, por ejemplo, al mismo tiempo con su hijo, “my child”, y con su esposo William George, sin perder un sesgo de monólogo interior, en un alarde técnico digno de Flaubert. Suele exponer sus dudas y estrategias narrativas: “Dos entradas a 1878: Puerto Rico y París. Si entro por Puerto Rico el siglo está llegando a su último tercio. […] Imposible igualar el 1878 de Flaubert con la candidez lineal y el olor a tinta en un zaguán sanjuanero, cuando entro a 1878 por Puerto Rico” (pág. 97). Este ingreso progresivo de la narradora en el texto le otorga rango de personaje: Marta, la nombra su madre en el capítulo 16, donde se advierte que reescribir a la madre del poeta ha inducido a la autora a pensar la relación con su propia madre, durante el proceso de escritura. Mi madre “Llenó libretas de recuerdos amparados en la distancia de las ficciones. Las destruyó, pero yo no destruiré su recuerdo, ni los trapitos que me legó de la vida de su madre, su entrada al mundo” (pág. 176). En un giro sorpresivo, el capítulo 22 irá aún más lejos: el sujeto de la narración ya no será Raquel, sino Fermina, abuela materna de la autora que se ha propuesto rescatar esos “trapitos” que su madre le entregara en las conversaciones: “Se me ocurre que esta novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me toca de los restos de Fermina” (pág. 216). Novela camposanto, lugar donde reposan los restos de los que ya no están, lugar de rescate, memorial. 


Una puede preguntarse, avanzada la lectura, cuál fue la más honda pulsión que originó la escritura de La muerte feliz de William Carlos Williams. Si la intención de reflejar en la escritura la relación estrecha entre la madre que pintaba y el hijo poeta despertó en la autora el deseo de escribir sobre sus ancestros maternos femeninos, o si el deseo de escribir sobre la propia madre y abuela lograron su materialidad en el cruce fortuito, a través de Yes Mrs Williams, con la historia de Raquel Hoheb. Cruces de historias de mujeres puertorriqueñas levantadas del olvido: la narradora reúne los recuerdos inconexos, sin orden lineal que su madre, evocando a su propia madre, ha deslizado en su oído: “No quiero salir de este mundo, quiero vivirlo en esta parte de la novela de la madre del poeta.” (pág. 224). Por la contemporaneidad de ambas, la similitud de origen y modo de transmisión de datos, las dos historias son afines. Una curiosidad en diminutivos despectivos: a Fermina “…la despreciaban por ser niña jibarita de habla bárbara.” (pág 219), y Raquel fue “la zurrapita”, menospreciada por su misma familia.


Otra vuelta de tuerca que plantea La muerte feliz…, es el deseo expreso de que tanto Fermina, como Raquel (vidas sufridas, difíciles), hayan siquiera rozado la felicidad: “Fermina tiene que haber sido feliz alguna vez. Sigo detrás de ese momento que el silencio protege del desgaste.” (pág. 210). Raquel a su vez, “A veces era feliz. La felicidad y el olor de la trementina y los óleos coinciden en la memoria de Carlos.” (pág. 196). La mismísima muerte la sorprenderá sonriente ante el estupor y la incomprensión de W. Carlos Williams; la intuición, tal vez de que la muerte de su madre es también su propia muerte: “¿Por qué te ves tan feliz? ¿Por qué me impones esa alegría que no entiendo?” (pág.263)


¿Escribir o no escribir a la madre? Esa parece haber sido la cuestión, para cuya respuesta, Marta Aponte nos da una llave: “Escribir a la madre es traición amorosa. Vivir con ella, y escribirla, como lo hizo William Carlos hasta que él mismo se hizo viejo, es un don.” (pág 176).


Si bien hablamos de ficción, el Big Bang que dio origen a la novela lo aportó la vida expresada en el azar, lo fortuito, lo que aparece, atrapa y desata; la novela misma se fortalece en tanto se va escribiendo y nos entrega su versión, que no es menos vida, por ser novela. Marta Aponte Alsina ha entregado a sus lectores otra de sus raras avis, construcciones o edificios literarios enriquecidos por una sintaxis con sello propio, nunca convencional ni complaciente. Un espacio donde lo “real imaginado” cabe en páginas de escritura limpia y muy trabajada, a veces a golpes de pura poesía –“El mar es manzanas silvestres y olas que rompen a lo lejos rizando de blanco las honduras”.‒ (p. 200); sitio donde se suman hallazgos lingüísticos que recuperan, por ejemplo, los nombres caseros de flores y especies de hierbas autóctonas, nombres que si no se los escribe, se pierden; cuentos del Caribe, y particularmente de la isla de Puerto Rico, lugar de tránsito que ha albergado tramas como aves de paso que se posaron allí. Lugar donde es preciso el rescate de una memoria que fije, en la suma de retazos recuperados, una identidad, una tradición. Una bellísima expresión de esta idea es el pensamiento que cierra la historia recapturada de Fermina, capítulo entrañable: “Fermina no ha muerto. La luz de las estrellas tarda en llegar. Esta de hoy viene de un tiempo en que Fermina todavía no ha nacido. Cuando la luz del tiempo de mi abuela nazca yo habré muerto. Tan muerta estaré que ella me soñará entre el humo de la leña y el tabaco de sus placeres.”