OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

jueves, 21 de febrero de 2013

Esther Andradi, BERLÍN ES UN CUENTO



Esther Andradi (*) escritora santafesina radicada en Berlín, visitó Rosario en diciembre pasado, se reencontró con sus lectores y amigos durante una lectura informal en Oliva libros, acompañada de la poeta Irene Ocampo. 
Buen momento para traer a mi VUELO DE NOCHE algunos fragmentos de su novela Berlín es un cuento (Alción, 2007, reeditada en 2009) y la reseña que oportunamente escribí para Señales (La Capital, link al pie), cuyo texto original completo reproduzco.


Berlín es un cuento (fragmentos)


A Berlín Occidental se llegaba entonces por tren a la estación del Jardín Zoológico. Los alemanes aludían parcamente al Zoo, soplando la zeta con los dientes cerrados, como con bronca. Y deletreando ambas “oes” por supuesto. Nada que se dijera en ese idioma tenía el destino del francés con tantas vocales, para pronunciar entre todas solo algunas y con  desgano. En alemán todo era entusiasta. También las dos “oes” de Z-o-o que por supuesto no aprendió a pronunciar sino mucho tiempo después de su llegada.



Que se arribase al Zoo, o que el Zoo fuera el centro de esta ciudad no era una metáfora: en el fondo y radicalmente era la forma de aludir a un predio limitado, cada uno en su jaula. Pero además, en esa Estación convivían varios mundos, los que luego se expandían en la calle. Nada de lo que se veía allí podía asociarse con cualquiera de las ideas que alguna vez tuvo sobre ese país llamado Alemania. Ni limpia ni ordenada ni pulcra ni segura, el Zoo era el reino de los sin techo, de los adolescentes drogados, de las prostitutas, los mendigos, los borrachos, ciertamente un escenario más cercano a la ópera de los tres centavos brechtiana que a las imágenes de un milagro alemán de postguerra. Aquí la guerra continuaba. Los trenes arribaban a una ciudad dividida hasta el andén donde los empleados ferroviarios procedían del Berlín comunista -la capital de la RDA- y la policía provenía de occidente, un embrollo geopolítico del que los alemanes de Alemania Federal se desentendían y sólo escuchaban de tanto en tanto las anécdotas  porque la Universidad estaba llena de jóvenes cuyas familias vivían en la Alemania del bienestar de Occidente.



Si el Zoo tenía este aspecto, el barrio circundante era extensión de este delirio. Construcciones de varios pisos se disputaban cines, teatros, cabarets, casas de compra de artículos electrónicos, el Café de la Prensa, burdeles, peepshows y venta de diarios y revistas de todo el mundo. Voilá Berlín.



¿Qué es lo que definía como extraña a esta ciudad? ¿Eran sus letreros luminosos incomprensibles, sus voces, el tono, el andar de los transeúntes?  ¿O acaso sus colores, el clima, la soltura con que su gente y sus perros andaban por la calle, los restaurantes, sus bares? La ciudad no era grande sino controlada, una marmita en el horizonte circundado por el muro, medios de transporte genuinos y confiables y un nivel muy bajo de criminalidad. Como la ciudad de Villon, también Berlín era medieval, callejera, pequeña, encerrada, precisa. Pero sería excesivo hablar de “la ciudad.” Bety  se movía apenas por algunos contornos, los que iban desde el distrito de Schöneberg hasta Kreuzberg, un fragmento de la Ku´damm para el recuerdo y la estación Friedrichstrasse por los cruces: una frontera dentro de la frontera, un espacio condensado dentro de la costura de este mundo.



La fecha de su llegada no parecía propicia. Era otoño, un otoño muy frío y poco dorado cuando el tren la dejó en la estación del Zoo esa mañana muy temprano. Un muchacho con las cejas perforadas y  mocos oscuros, alto y vestido de cuero negro de la cabeza a los pies, un cinturón con tachas plateadas simulando una canana y con el cabello erizado como una cresta se le acercó, y le pidió dinero en el idioma universal de la mano extendida. Escupió en el piso al ver que ella seguía caminando y se acercó con la misma actitud al próximo transeúnte. Un grupo de hombres dormía más allá envuelto en frazadas. La policía uniformada de verde hacía su control con alguien que parecía haber cometido una infracción. Una adolescente delgada con una falda cortísima y medias caladas corrió gritando algo en dirección a las puertas vaivén por las que penetraba el aire del espesor de un cuchillo. Revisó mentalmente los veinticinco dólares que tenía en su bolsillo, sujetó los bolsos con fuerza entre sus manos, llegó hasta la parada de taxis y sin dudarlo partió hacia aquella dirección que era la única, su fuerte, su quebranto en el mundo de metal y vidrio de la escena mental. El chofer entendió el nombre de la calle apenas ella la pronunció y entonces se sintió reina. Soberana por un minuto.
  

  
Vivir para contarlo

 por Marta Ortiz


Esher Andradi, Berlín es un cuento, Alción, Córdoba, 2007, 213 pág.


   ¿Qué hilo o isla narrativa se entreteje en la escritura de esta novela? El texto da algunas claves, entre otras, una carta que la narradora escribe a su madre: “Contar la historia, mamá, la ciudad, el grupo, la vida de un puñado de soñadores recibiendo una nueva década […] un tiempo intenso como pocos, de experimentación y goce, de corte con el pasado violento y apostando al futuro…”. Antes había dicho: “escribir como consuelo. Vivir para contarla…”. Y luego: “durante años había soñado con esta historia”. El hilo que desovilla Esther Andradi, narradora argentina nacida en Ataliva (Santa Fe), nace, sin lugar a dudas, de una asignatura pendiente con el pasado. Como su protagonista, Andradi llevó una vida trashumante con escala de cinco años en Perú y destino final en Berlín, donde reside. Ha afirmado que “La escritura es el ancla con la que tejen [los escritores que viven en el exilio] el vínculo con el país lejano, una suerte de istmo en el mar de otro idioma” (prólogo a la antología Vivir en otra lengua, ediciones Desde la Gente, 2007). Es lícito entonces pensar a Berlín es un cuento como un istmo o una isla imprescindible en el idioma alemán, o mar que la rodea. Atravesada por la marca indeleble del exilio, puede decirse que esta novela es ancla y es “cuento” –, porque se escribe en un país extranjero, en lengua materna y de un tirón “para que no se corte, como si fuera un cuento”, según se explicita en la última línea.
Dentro de la novela que da título al libro se escribe otra: Tres traidoras: “de aventuras, de ciencia ficción y de autoayuda”, la clasifica su autora Beatriz Ponce Aldao (Bety), la Novelista, exiliada chilena, cuyos personajes son la Bella, La Vieja y la Gorda. Confinadas a vivir en cuevas y madrigueras, las traidoras, “esconden sus huesos, la lágrima, la piel, la desdicha” y son las encargadas de traicionar el legado que condujo a la civilización a extremos bestiales. Seguimos el texto de esta novela en el devenir de la otra que se ocupa de reflejar como en un gran friso o mural la vida en el Berlín de los ochenta; la inserción de la Novelista en esa ciudad refugio de artistas emigrados: “Pocos sabían la cantidad de latinoamericanos que por aquel tiempo deambulaban por Berlín como artistas en ciernes. […] Orquestas que ensayaban en los sótanos, danza que se inspiraba en la calle, teatro en fábricas abandonadas”.
Historia retrospectiva que reconstruye, recicla, remueve la vida en el Crash, edificio comunitario donde la Novelista, que ha llegado a Berlín invitada por el alemán Jan (el amor de su vida), sobrevive sindinerosintrabajosinidioma, al abrigo de un grupo de intelectuales en su mayoría latinoamericanos. La edificación antigua y abandonada será objeto de la brutal agresión de un grupo neonazi y más tarde de la topadora (la ciudad amurallada no disponía de terreno libre y se estimulaba entonces la demolición, modernización y reciclado edilicio como negocio rentable). Hoy el Crash es un edificio de cristal y “ellos, los de entonces, tan cambiados, tan otros. Como la misma ciudad que los parió”, se han dispersado por el mundo o han muerto. La escritura se ejerce como vía de conocimiento; indaga, busca atrapar y entender el tiempo perdido: la magdalena se embebe en el té y se asiste al despliegue.
De Berlín se dice que, como la ciudad de Villon era “medieval, callejera, pequeña, encerrada, precisa”. Y dentro de ella, su fatídico emblema: el muro histórico que los turistas veían como a un fetiche de la guerra fría y que sujetaba a Berlín con “la solidez de un corset”; muro paradójico que alimentó en los alemanes de un lado y de otro la coincidencia en la crítica mutua: “Gracias a dios, nos une la división”, dice Sigrid, la amiga alemana de la Novelista.
Viaje interior. El tiempo se craquela en fragmentos o capítulos que aportan sus piezas al rompecabezas que se quiere armar y que sólo alcanza el modelo terminado en las últimas páginas. Una prosa que no escatima sorpresas y que apela al orden racional tanto como al absurdo y al humor que distancia. Algunos capítulos se organizan como poemas en verso. Dentro de la expansión que pide la novela es posible dar con la síntesis que aporta la poesía. Leemos: “Llegó con los primeros fríos a Berlín. Era setiembre y las uvas maduraban”. Y tras el relato de la orden de desalojo, del ataque al “Crack” por un grupo de jóvenes neonazis, de la resistencia pacífica y a la vez audaz y creativa de aquel grupo de artistas soñadoras, y de la expulsión de Bety por haber violado las normas de ingreso al país, la Novelista solo ve en lo que alguna vez fue encuentro, integración y enlace, la mutilación. Ve la dispersión definitiva, el desmembramiento del grupo; ve, en la desolación del final, “Polvo de estrellas”/ “basura de cometas”. Pero sabe que dispone de un as en la manga: las cuartillas escritas. Contra el olvido, contra la desintegración, el germen de “Berlín es un cuento”.

















link:
http://www.lacapital.com.ar/contenidos/2008/05/04/noticia_5290.html
(errata: en la web: donde dice Marta Díaz, debe decir, Marta Ortiz)

(*) Esther Andradi nació en Ataliva, (Argentina), estudió Ciencias de la Comunicación en Rosario y en 1975 emigró al Perú. En Lima ejerció el periodismo escrito y publicó su primer libro. En 1980 viajó a Europa y se radicó en Berlín donde escribió guiones y reportajes para la radio y televisión alemanas. En 1995 regresó a Argentina y vivió en Buenos Aires siete años. Desde 2002 reside nuevamente en Berlín. Escribe columnas y entrevistas en alemán y español para diferentes medios de Europa y América.

Ha publicado testimonio, cuento, poesía, ensayo y  novela y ha sido traducida al alemán y al inglés. Algunos títulos:  “Ser mujer en el Perú”(Coautoría con Ana María Portugal)  “Come, éste es mi cuerpo”, “Chau Pinela”  “Tanta Vida”, “Sobre Vivientes”, “Berlín es un cuento”.  Es compiladora de las antologías “Vivir en otra lengua. Literatura latinoamericana escrita en Europa”, “Comer con la mirada”, y “Miradas sobre América. Crónicas de viaje, exilio y migración”. Coautora con Sandra Bianchi de “Cartón lleno. Breve muestra de la microficción en Argentina” (2012)