OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

sábado, 7 de septiembre de 2013

EL CIELO (un cuento de "Colección de arena" en suplemento SEÑALES)



uno de los puentes del Parque Independencia (Rosario)

Publicado el 4 de agosto de 2013 en la edición impresa del diario La Capital (Rosario), suplemento Señales 

Enlace:
http://www.lacapital.com.ar/ed_senales/2013/8/edicion_231/contenidos/noticia_5161.html

Texto completo:

El Cielo

(Por Marta Ortiz). _ Nuestro planeta azul ardía tinieblas bermejas. Viscosas y vistosas. Veíamos asentarse esos velos, ni sangre ni tierra el color, envolturas de cebollas.

 

Nuestro planeta azul ardía tinieblas bermejas. Viscosas y vistosas. Veíamos asentarse esos velos, ni sangre ni tierra el color, envolturas de cebollas.
Cuanto se movía devenía sombra. Un debate sin rumbo asolaba las conciencias también opacas de los sobrevivientes. A la sombra de lo artificial, el orden de lo natural se replegaba: las macrocatedrales denominadas shopping absorbían multitudes a partir del cebo de sus góticas cúpulas vidriadas y negocios también vidriados donde al pasar nos espejábamos.
Lejos, el viejo Mare Nostrum arrojaba cadáveres desertores a las costas de Africa Un gong interior detonaba cada segundo la muerte de un niño. Sangraba el cielo en las comarcas del Levante donde se libraban las guerras. Olas como edificios carcomían las costas asiáticas y la sequía alzaba polvaredas y borraba cauces naturales. Supe de un navegante solitario en su barco colorado: hundía a fondo los remos en el caldero de inabarcables, estériles llanuras de peces muertos.
Llovieron huracanes, así como cuenta la letra sagrada que cenizas, ranas y pestes se abatieron sobre Egipto en tiempos de Moisés. Una ciudad en Louisiana, sede del mardi gras y del vudú, vagó por mudos espejos de agua; día y noche flotaron los techos desvinculados de sus paredes. Azules, rojos, negros, engarzados al desborde acuático como los nenúfares de Monet al estanque de su casa en Giverny. Olía a limo fétido, mezcla de detritus y cadáveres. El grito extraviado de algún pájaro revelaba la hondura del vacío.
¿Se habrán guardado a tiempo, los magos del jazz, en las cavidades de sus tubas y trompetas como el caracol de una sola contracción se retrae en su refugio de nácar? La intemperie sobre el Mississippi tendía caravanas vivas a los cuatro vientos. Buscaban un espejismo, el paraíso imaginado carecía de lugar propio.
Los sobrevivientes sabemos (prefiero decir sé; ignoro si hay otros), que no se puede contar este cuento así como se contaría una parábola. No inventamos nada ni hay qué enseñar, fuera de la terca obstinación que nos impulsa (me impulsa) a recuperar la vida que supe/supimos tener. El día a día no ayuda. Enreda sus tramas, alimenta el caos. Sin embargo, pensadas en términos de crónica, tal vez pueda la anarquía ordenar una forma coherente. Pero sospecho: ni crónica ni parábola; cualquier rastreo del género oportuno es un esfuerzo inútil. Arracimadas, desenfocadas, deslenguadas se copian y se pegan idénticas aquí y allá las volantas, los títulos, las imágenes; bocetos de un laberinto gráfico y verbal sobre el arbitrario trazado noticioso del planeta. No hay segundo libre de tragedia; las generaciones venideras no nos creerán porque ahora pensemos este galimatías como se piensa un quiste. Como se piensan los errores largamente anunciados. Si vienen, las generaciones que vienen.
Casandra resiste, profetiza, pero a sus palabras como margaritas se las comen los cerdos. No obstante se advierte un nuevo principio de realidad: las profecías ya no duermen entre telarañas. Despiertan en los bosques ardidos, en desiertos de hielo, en el muro de ceniza que nos aísla. Detrás, lo sabemos, languidece el sol. El último verano, como funesto antecedente de la niebla que hoy nos cubre, la isla ardió frente a Rosario y el viento arrastró humaredas que enturbiaron la ciudad y respiramos por igual la pelusa que largan los plátanos y el humo.
No obstante la hostilidad que el nuevo mapa gotea y a pesar de la media luz sanguinolenta y el miedo al vacío, ensayé paso a paso desplazarme más allá de lo turbio. Mi búsqueda empecinada, a contrapelo de la envoltura púrpura, se orientaba al casi invisible reflejo de un aura, una antigua claridad olvidada.
Una mañana, tras infinitos tanteos en lo difuso, ocurrió el milagro. Sin que se descolgase de la nada ni pudiese confundirse con un desvarío. Por un instante pensé que alucinaba (o que alucinábamos; la placa que abovedaba el cielo era rojiza, oscurecía todo y no me dejaba saber si yo era uno, yo solo, o muchos, o unos pocos como yo). Pero me encandiló súbita una claridad de resolana (¿guiño del destino? ¿había, entonces, un destino?), y niebla y dudas se disiparon al instante. Casi había olvidado la desaparecida luz natural, pero pude reinstalarla en mi vida con naturalidad, no sin un dejo de nostalgia, así como se acepta la luz de un recuerdo.
Hoy sé que la bruma respeta este lugar, se limita al paciente mordisqueo de los bordes. A los lados del cartel donde se lee "El Cielo" bar fileteado en letras bermellón y añil, crecen dos fresnos que el otoño amarillea. Advertí, y quiero que conste en estos escritos, que en medio del caos, una cruda mañana de sol apenas entrevisto detrás de los muros de ceniza que un viento radical demolía, la vida, por error, por piedad, o no sé por qué clase de misterio, dibujó un trazado inédito: la firme silueta de Amatista impuso resuelta esa mañana su contorno con bandeja, taza de café, azúcar y humo entre la barra y la mesa a la que me había sentado donde yo recuperaba mi antigua afición a leer y a escribir lo que fuera, a condición de que se tratase de una página en blanco o escrita. Miré alrededor y descubrí que sí había "otros", recelosos y porfiados como yo en otras mesas, aunque éramos pocos). Y el prodigio de aquella mirada celeste, mediadora y salvoconducto, ancló por primera vez en la mía, lavó mis pecados y mitigó y suturó los pecados del mundo.
No he vuelto a desayunar en la umbrosa galería de mi casa debajo de los pampanitos secos. Da pena ver colgando enmohecidas las hojas de la parra. Además, para qué. En El Cielo ella abre cada día sus alas arcangélicas como ojos zarcos, momento intraducible que elijo para ingresar y perderme en la espiral. Entonces inicio mi sobrevuelo de valles y remansos. Chapotean garzas moras y cigüeñas de patas rosadas a ras del agua. Siriríes y patos capuchinos liberan vuelos de filigrana. Hibiscos bermellón furioso, orquídeas y frutos.
Alucinación, vértigo, fantasía.
Sobre el último tramo al final del viaje, Amatista acaba de dibujar con su brazo derecho la curva perfecta que describe la taza de café al despegarse de la bandeja y apoyar en la mesa. Me sonríe la pregunta de siempre:
—¿Con azúcar?
—Con azúcar —le contesto.
Y un leve rocío de lapislázuli me cubre de la cabeza a los pies.






jueves, 5 de septiembre de 2013

PAULINA VINDERMANN

Frank Benson, La lectora, 1910

























OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS (*)

todos los poemas aquí transcriptos pertenecen al libro La epigrafista (hilos editora, Bs. Aires, 2012)




Esa mujer (tierna, inestable)
va detrás de la sombra de un  perro más viejo que el mundo
y escribe la historia del vendedor de escobas
como si fuera un ensayo sobre la noche.

Esa mujer tiene a veces
un brillo de tornasol sobre su nuca.
Sólo a veces,
porque los días lo esfuman durante el destierro,
durante la derrota,
la derrota que se enciende puntualmente
entre las columnas jónicas –imaginadas–
ala hora en que el sol se cae,
en que el sol parece caerse para siempre.

(La última vez que nos vimos
Ibas a contarme una historia, dice)


TALLER DE PINTOR
                                   Para Ariel Mlynarzewicz


La ciudad duerme, y si no duerme, se ha callado.
“La sospecha, como el murciélago,
sólo vuela en la oscuridad”.
Hacia el oeste crece una luna violeta
y asombrada de su propio poder
(he convertido mi mesa en un taller de pintor)
y hacia el sur, en foco a mi amanecer,
avanza un olvido como una marea.
La soledad es esta indefensión,
el temor a mi propio desierto
donde el único árbol –casi furtivo–
sólo dé olvidos como fruto.

La mañana vendrá, la luz vendrá,
pero mi vieja tristeza envuelta en trapos
carece de la sabia lentitud
de los escribas.
Tiene la furia de los muertos, el amarillo
de los muertos.

Espero el oscuro azul como a una llave.



Esta habitación huele a pasado:
el diálogo, el tronco enorme del árbol enfermo
del otro lado de la ventana.

Un sueño llegará al anochecer
(ah, vieja coleccionista de crepúsculos de seda)
y cuando llegue, le abriré al viento sur
que empuja los cerrojos.

La huella que deja la melancolía
puede ser tan feroz como ella misma.

Un pozo de agua donde flotan las certezas
como aceite sucio.



La poesía siempre tendrá ojos de perro perdido,
siempre dará luz a lo imposible.
Se preguntará por qué puerta escapó nuestro amor
y en qué muelle está el barco que me lleve
al olvido (al olvido de todos los muelles).
Siempre será una flor asfixiada en una cripta
oliendo a resina y a desesperación.

Incendiaron los puentes por la noche
y conseguí pasar.
Pero del otro lado me ordenaron volver
no lo hice, no lo hice y pagaré mi precio:
escribir en esta “soledad sonora”,
en este cuarto precario y con goteras
por el que pago en la casa del lenguaje.

La poesía siempre será perder lo que consigo nombrar,
dentro de una maleta roja.
y una fiebre idéntica a la belleza (en su explosión).

Recordar, encerrada, tus cartas que sonaban
a un saxo lastimero en el Hotel Chelsea.
Soñar con tu mano sobre el golpeteo de mi pecho
(la coraza colgada en un museo).

La poesía: ruina de ruinas,
la luna iluminando un descampado
y otra vez el perro que persigo y me persigue.
Toda la crueldad del mundo en sus ojos ardientes
(remedo de los míos en una tierra que danza).



 
La chiquilla leía sus cuentos de hadas,
el sapo se convertía en príncipe, nunca al revés.

Hormiga viajera persiguiendo una luna
Sobre el río.
No importa cuál río, importa
La desolada contemplación de la naturaleza muerta
arrojada sobre la cama de hotel:
un mapa, una lata, una naranja, ese mirador
austero para un mundo listo para ser enmarcado,
y el vértigo como sensualidad.

(Añoraré caricias pero aún no lo sé)

¿En nombre de qué culpa uso el escape
como símbolo?
¿En nombre de qué abandono?



El ritual de la ausencia exige un color
que envuelva el paisaje escarchado.

Ojalá nevara en esta ciudad, dije,
como una amante caprichosa, y se cumplió.
Nievan tus recuerdos diminutos
en una oscuridad tan opaca como los bordes opacos
de la noche.
Y la escritura alambra el territorio,
me encierra en mi cárcel lírica
donde juego con mi melancolía como si ella fuera
mi muñeca de trapo (mi muñeca de miedos).

Me sostuve del alambrado para ver mejor
y ahora tengo las manos vendadas.

¿El rojonegro de la sangre, escondido
en la venda es el color del ritual?

 

 










(*) Paulina Vindermann: Buenos Aires, 1944. Publicó diez libros de poesía, entre ellos: La balada de Cordelia, El muelle, Bulgaria, Bote negro. Participó en numerosas antologías. Obtuvo numerosos premios, entre ellos, Premio Cittá de Cremona, Italia, al conjunto de su obra y Premio Academia Argentina de Letras a su trayectoria y a su libro Hospital de veteranos. Parcialmente traducida a varios idiomas, tradujo a su vez a Sylvia Plath (Tulipanes), entre otros poetas en lengua inglesa.


domingo, 1 de septiembre de 2013

COLECCIÓN DE ARENA (Marta Ortiz)

 
Marta Ortiz. Foto: Luciana Giacomelli


















 



COLECCIÓN DE ARENA (Editorial Fundación Ross,  col. NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS, Rosario, 2013) 

(Reseña por Tona Taleti en Suplemento Artes y Letras, diario El Litoral, Santa Fe, publicada el jueves 29 de agosto de 2013)

enlace a El LITORAL:
http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2013/08/29/arteyletras/ARTE-01.html

 
Fotos de Cecilia Lenardón para la tapa y la contratapa de “Colección de arena”.




















La cuasi novela de la bordadora

Por Tona Taleti

Marta Ortiz, “Colección de arena”, de Marta Ortiz. Editorial Fundación Ross. Rosario, 2013.

En el año 2006, Marta Ortiz publicó EL vuelo de la noche, libro de cuentos, y en el año 2009, su primer libro de poesías al que denominó Diario de la plaza y otros desvíos. Colección de arena, su nuevo trabajo, se muestra como una selección de cuentos, una serie narrativa, pero, su título -colección- subraya la idea de unidad, de completud.
Accedemos a una obra que aparenta ser una sucesión de narraciones aunadas por elementos que habilitan la noción de fusión. Desde la superficie, quedan expuestos indicadores que muestran la coherencia textual y el enlace entre cuento y cuento. Estas marcas indiciales dejan entrever la interioridad de la estructura que los unifica. Desde esta mirada, podemos considerar que Colección de arena se instala, con fragilidad, en el terreno de la novela, se constituye en una cuasi novela, sostenida por una voz narradora que se despliega en distintos soportes de la enunciación.
El punto de vista prioriza una posición de interioridad del sujeto que lo sostiene desde donde es posible construir un monólogo que evalúa aquello que la mirada del personaje rescata del espacio circundante y reconstruye con lenguaje poético. El relato parcelado en cuentos, más que descripciones de personajes o acciones, erige en centro de atención a la voz narradora que se desplaza, aunque a menudo privilegia mimetizarse con el tono de algunas mujeres que transitan estas historias. Una suma que dibuja un perfil femenino de clase media que viste sus sueños con trajes de moaré para cubrir con suavidad sus inseguridades. Un mundo adulto, inestable, incierto, contrapone la dureza de lo externo con una interioridad sensible, confirmada en lecturas. La voz narradora puede variar de género, varón o mujer, pero nunca renuncia a un rasgo de identidad que los unifica: el de ser lectores.
Abundan los capítulos, cuentos, que establecen un entorno social pudiente, adinerado, cuyos miembros, con una rápida mirada detectan al advenedizo, con más facilidad, con más saña si se trata de una mujer. La narradora señala la desdicha de la no ubicuidad, la desdicha de sentirse “apartada del cielo de la rayuela”. El tema de la no-pertenencia, de la exclusión es traído a escena en episodios diversos, donde los sujetos están presentes exteriormente pero, con el pensamiento en otro lugar, en otro momento, como molestos por la situación en la que se encuentran, como si estuvieran en el lugar no deseado del que se huye hacia recuerdos de infancia.
Colección de arena es un homenaje a los libros leídos, a las obras de arte contempladas, a la música preferida, a las películas vistas, en síntesis: una enciclopedia cultural que tamiza la construcción de los personajes y sus historias. De la biblioteca que es posible conformar en la lectura de esta obra se destaca En busca del tiempo perdido de Marcel Proust como soporte modélico, cañamazo que permite a Marta Ortiz, bordadora aplicada, transitar Por el camino de Swann, para dejar sobre la superficie expuesta un pulcro y delicado diseño, mientras el envés con sus nudos ata: “... la sensación de ausencia a medias, de aquello que percibo como imprescindible pero que nunca estuvo o que estuvo a medias y que por alguna razón debo reponer en algún sitio, la ausencia que cada día me empuja al papel blanco (a la pantalla) como forma del vacío a rellenar...”.
Desde los epígrafes, la autora enlaza significantes para construir una nueva acepción: la arena, escritura, es vida ficcionalizada. La vida convertida en relato encuentra algún sentido y final que la organiza y justifica, y aunque “nada nuevo latía bajo el sol, nada que contar en realidad”, se insiste en el bordado, en el tejido, en arropar, en escribir, porque “me había quedado solo, como quien acaba de leer una novela hospitalaria en cuyo mundo logró perderse y el imprevisto final lo arroja nuevamente al vacío”.
En el último cuento o capítulo final, el personaje protagónico, voz narradora, emerge del caos y logra el final feliz de El cielo que propone toda rayuela. Alcanza, en un mundo futuro, el deseo expresado a lo largo de tantos renglones: accede desde el espacio-bar que lo contiene a la “alucinación, el vértigo y la fantasía... que le brinda leer y escribir” y que le confieren una identidad que no puede consolidar fuera de las páginas de un libro.
Marta Ortiz, en Colección de arena, ha desafiado la partición en géneros literarios y con su propuesta reactiva la discusión sobre esta temática.