lunes, 25 de febrero de 2013
Talleres 2013
la información en el espacio de Prensa Literaria:
:
http://www.letracosmos.com.ar/avisos/talleres-de-lectura-y-escritura-de-marta-ortiz/
sábado, 23 de febrero de 2013
VII EDICIÓN DEL FIP: FESTIVAL INTERNACIONAL PALABRA EN EL MUNDO
Mayo de 2013, se viene...
Una bellísima muestra del espíritu que anima al FIP: entre todos, hacer que la poesía ruede por el planeta, pensar un mundo donde la PAZ sea tangible:
Una bellísima muestra del espíritu que anima al FIP: entre todos, hacer que la poesía ruede por el planeta, pensar un mundo donde la PAZ sea tangible:
jueves, 21 de febrero de 2013
Esther Andradi, BERLÍN ES UN CUENTO
Esther Andradi (*) escritora santafesina radicada en Berlín, visitó Rosario en diciembre pasado, se reencontró con sus lectores y amigos durante una lectura informal en Oliva libros, acompañada de la poeta Irene Ocampo.
Buen momento para traer a mi VUELO DE NOCHE algunos fragmentos de su novela Berlín es un cuento (Alción, 2007, reeditada en 2009) y la reseña que oportunamente escribí para Señales (La Capital, link al pie), cuyo texto original completo reproduzco.
Berlín es un cuento (fragmentos)
A Berlín Occidental se llegaba
entonces por tren a la estación del Jardín Zoológico. Los alemanes aludían
parcamente al Zoo, soplando la zeta con los dientes cerrados, como con bronca.
Y deletreando ambas “oes” por supuesto. Nada que se dijera en ese idioma tenía el
destino del francés con tantas vocales, para pronunciar entre todas solo
algunas y con desgano. En alemán todo
era entusiasta. También las dos “oes” de Z-o-o que por supuesto no aprendió a
pronunciar sino mucho tiempo después de su llegada.
Que se arribase al Zoo, o que el Zoo
fuera el centro de esta ciudad no era una metáfora: en el fondo y radicalmente
era la forma de aludir a un predio limitado, cada uno en su jaula. Pero además,
en esa Estación convivían varios mundos, los que luego se expandían en la
calle. Nada de lo que se veía allí podía asociarse con cualquiera de las ideas
que alguna vez tuvo sobre ese país llamado Alemania. Ni limpia ni ordenada ni
pulcra ni segura, el Zoo era el reino de los sin techo, de los adolescentes
drogados, de las prostitutas, los mendigos, los borrachos, ciertamente un
escenario más cercano a la ópera de los tres centavos brechtiana que a las
imágenes de un milagro alemán de postguerra. Aquí la guerra continuaba. Los
trenes arribaban a una ciudad dividida hasta el andén donde los empleados
ferroviarios procedían del Berlín comunista -la capital de la RDA- y la policía
provenía de occidente, un embrollo geopolítico del que los alemanes de Alemania
Federal se desentendían y sólo escuchaban de tanto en tanto las anécdotas porque la Universidad estaba llena de jóvenes
cuyas familias vivían en la Alemania del bienestar de Occidente.
Si el Zoo tenía este aspecto, el
barrio circundante era extensión de este delirio. Construcciones de varios
pisos se disputaban cines, teatros, cabarets, casas de compra de artículos
electrónicos, el Café de la Prensa, burdeles, peepshows y venta de diarios y
revistas de todo el mundo. Voilá Berlín.
¿Qué es lo que definía como extraña a
esta ciudad? ¿Eran sus letreros luminosos incomprensibles, sus voces, el tono,
el andar de los transeúntes? ¿O acaso
sus colores, el clima, la soltura con que su gente y sus perros andaban por la
calle, los restaurantes, sus bares? La ciudad no era grande sino controlada,
una marmita en el horizonte circundado por el muro, medios de transporte
genuinos y confiables y un nivel muy bajo de criminalidad. Como la ciudad de
Villon, también Berlín era medieval, callejera, pequeña, encerrada, precisa.
Pero sería excesivo hablar de “la ciudad.” Bety
se movía apenas por algunos contornos, los que iban desde el distrito de
Schöneberg hasta Kreuzberg, un fragmento de la Ku´damm para el recuerdo y la
estación Friedrichstrasse por los cruces: una frontera dentro de la frontera,
un espacio condensado dentro de la costura de este mundo.
La fecha de su llegada no parecía
propicia. Era otoño, un otoño muy frío y poco dorado cuando el tren la dejó en
la estación del Zoo esa mañana muy temprano. Un muchacho con las cejas
perforadas y mocos oscuros, alto y
vestido de cuero negro de la cabeza a los pies, un cinturón con tachas
plateadas simulando una canana y con el cabello erizado como una cresta se le
acercó, y le pidió dinero en el idioma universal de la mano extendida. Escupió
en el piso al ver que ella seguía caminando y se acercó con la misma actitud al
próximo transeúnte. Un grupo de hombres dormía más allá envuelto en frazadas.
La policía uniformada de verde hacía su control con alguien que parecía haber
cometido una infracción. Una adolescente delgada con una falda cortísima y
medias caladas corrió gritando algo en dirección a las puertas vaivén por las
que penetraba el aire del espesor de un cuchillo. Revisó mentalmente los
veinticinco dólares que tenía en su bolsillo, sujetó los bolsos con fuerza
entre sus manos, llegó hasta la parada de taxis y sin dudarlo partió hacia
aquella dirección que era la única, su fuerte, su quebranto en el mundo de
metal y vidrio de la escena mental. El chofer entendió el nombre de la calle
apenas ella la pronunció y entonces se sintió reina. Soberana por un minuto.
Vivir para contarlo
por Marta Ortiz
Esher Andradi, Berlín es un cuento, Alción, Córdoba, 2007, 213 pág.
¿Qué hilo o isla narrativa se entreteje en
la escritura de esta novela? El texto da algunas claves, entre otras, una carta
que la narradora escribe a su madre: “Contar la historia, mamá, la ciudad, el
grupo, la vida de un puñado de soñadores recibiendo una nueva década […] un
tiempo intenso como pocos, de experimentación y goce, de corte con el pasado
violento y apostando al futuro…”. Antes había dicho: “escribir como consuelo.
Vivir para contarla…”. Y luego: “durante años había soñado con esta historia”. El
hilo que desovilla Esther Andradi, narradora argentina nacida en Ataliva (Santa
Fe), nace, sin lugar a dudas, de una asignatura pendiente con el pasado. Como
su protagonista, Andradi llevó una vida trashumante con escala de cinco años en
Perú y destino final en Berlín, donde reside. Ha afirmado que “La escritura es
el ancla con la que tejen [los escritores que viven en el exilio] el vínculo
con el país lejano, una suerte de istmo en el mar de otro idioma” (prólogo a la
antología Vivir en otra lengua,
ediciones Desde la Gente,
2007). Es lícito entonces pensar a Berlín
es un cuento como un istmo o una isla imprescindible en el idioma alemán, o
mar que la rodea. Atravesada por la marca indeleble del exilio, puede decirse que
esta novela es ancla y es “cuento” –, porque
se escribe en un país extranjero, en lengua materna y de un tirón “para que no
se corte, como si fuera un cuento”, según se explicita en la última línea.
Dentro de la novela que
da título al libro se escribe otra: Tres
traidoras: “de aventuras, de ciencia ficción y de autoayuda”, la clasifica
su autora Beatriz Ponce Aldao (Bety), la Novelista, exiliada chilena, cuyos personajes son
la Bella, La Vieja y la Gorda. Confinadas a vivir en
cuevas y madrigueras, las traidoras, “esconden sus huesos, la lágrima, la piel,
la desdicha” y son las encargadas de traicionar el legado que condujo a la
civilización a extremos bestiales. Seguimos el texto de esta novela en el
devenir de la otra que se ocupa de reflejar como en un gran friso o mural la
vida en el Berlín de los ochenta; la inserción de la Novelista en esa ciudad
refugio de artistas emigrados: “Pocos sabían la cantidad de latinoamericanos
que por aquel tiempo deambulaban por Berlín como artistas en ciernes. […]
Orquestas que ensayaban en los sótanos, danza que se inspiraba en la calle,
teatro en fábricas abandonadas”.
Historia
retrospectiva que reconstruye, recicla, remueve la vida en el Crash, edificio comunitario donde la Novelista, que ha
llegado a Berlín invitada por el alemán Jan (el amor de su vida), sobrevive sindinerosintrabajosinidioma,
al abrigo de un grupo de intelectuales en su mayoría latinoamericanos. La
edificación antigua y abandonada será objeto de la brutal agresión de un grupo
neonazi y más tarde de la topadora (la ciudad amurallada no disponía de terreno
libre y se estimulaba entonces la demolición, modernización y reciclado edilicio
como negocio rentable). Hoy el Crash es
un edificio de cristal y “ellos, los de entonces, tan cambiados, tan otros.
Como la misma ciudad que los parió”, se han dispersado por el mundo o han
muerto. La escritura se ejerce como vía de conocimiento; indaga, busca atrapar
y entender el tiempo perdido: la magdalena se embebe en el té y se asiste al
despliegue.
De Berlín se dice
que, como la ciudad de Villon era “medieval, callejera, pequeña, encerrada,
precisa”. Y dentro de ella, su fatídico emblema: el muro histórico que los
turistas veían como a un fetiche de la guerra fría y que sujetaba a Berlín con
“la solidez de un corset”; muro paradójico que alimentó en los alemanes de un
lado y de otro la coincidencia en la crítica mutua: “Gracias a dios, nos une la
división”, dice Sigrid, la amiga alemana de la Novelista.
Viaje interior. El
tiempo se craquela en fragmentos o capítulos que aportan sus piezas al
rompecabezas que se quiere armar y que sólo alcanza el modelo terminado en las
últimas páginas. Una prosa que no escatima sorpresas y que apela al orden racional
tanto como al absurdo y al humor que distancia. Algunos capítulos se organizan como
poemas en verso. Dentro de la expansión que pide la novela es posible dar con la
síntesis que aporta la poesía. Leemos: “Llegó con los primeros fríos a Berlín.
Era setiembre y las uvas maduraban”. Y tras el relato de la orden de desalojo,
del ataque al “Crack” por un grupo de jóvenes neonazis, de la resistencia
pacífica y a la vez audaz y creativa de aquel grupo de artistas soñadoras, y de
la expulsión de Bety por haber violado las normas de ingreso al país, la Novelista solo ve en lo
que alguna vez fue encuentro, integración y enlace, la mutilación. Ve la
dispersión definitiva, el desmembramiento del grupo; ve, en la desolación del
final, “Polvo de estrellas”/ “basura de cometas”. Pero sabe que dispone de un as
en la manga: las cuartillas escritas. Contra el olvido, contra la
desintegración, el germen de “Berlín es un cuento”.
link:
http://www.lacapital.com.ar/contenidos/2008/05/04/noticia_5290.html
(errata: en la web: donde dice Marta Díaz, debe decir, Marta Ortiz)
(*) Esther Andradi nació en Ataliva, (Argentina), estudió
Ciencias de la Comunicación en Rosario y en 1975 emigró al Perú. En Lima
ejerció el periodismo escrito y publicó su primer libro. En 1980 viajó a Europa
y se radicó en Berlín donde escribió guiones y reportajes para la radio y
televisión alemanas. En 1995 regresó a Argentina y vivió en Buenos Aires siete
años. Desde 2002 reside nuevamente en Berlín. Escribe columnas y entrevistas en alemán y
español para diferentes medios de Europa y América.
Ha
publicado testimonio, cuento, poesía, ensayo y
novela y ha sido traducida al alemán y al inglés. Algunos títulos: “Ser mujer en el Perú”(Coautoría con Ana
María Portugal) “Come, éste es mi
cuerpo”, “Chau Pinela” “Tanta Vida”,
“Sobre Vivientes”, “Berlín es un cuento”. Es compiladora de las antologías “Vivir en otra
lengua. Literatura latinoamericana escrita en Europa”, “Comer con la mirada”, y
“Miradas sobre América. Crónicas de viaje, exilio y migración”. Coautora con
Sandra Bianchi de “Cartón lleno. Breve muestra de la microficción en Argentina”
(2012)
lunes, 11 de febrero de 2013
Irma Verolín, "El camino de los viajeros"
EL CAMINO DE LOS VIAJEROS (Irma Verolín, UNL, Santa Fe, 2012)
Reseña publicada el 11 de febrero de 2013 en:
"Fronteras para una trama delicada y turbia" ( por Marta Ortiz)
link al texto completo:
http://www.letracosmos.com.ar/resenas/fronteras-para-una-trama-delicada-y-turbia-sobre-el-camino-de-los-viajeros-de-irma-verolin/
Tres fragmentos de El camino de los viajeros:
A esta hora viene desde el monte un
silencio extraño. Es un silencio que aturde. La oscuridad va bajando desde
algún sitio del cielo. O a lo mejor ha venido ascendiendo desde el final, desde
ese borde impreciso que no indican del todo las copas de las araucarias. A esta
hora nada se parece a sí mismo, las serranías ondulan en esa inocencia difícil
de abarcar: el aire libre o el cielo. Qué palabra descascarada la palabra
«cielo». Es suave y armoniosa, demasiado armoniosa, pero aquí se vuelve opaca,
se tensa, se quiebra. En medio del monte el cielo se está descomponiendo a cada
rato. Pronto irrumpen las tormentas con sus relámpagos, y las nubes que se
revuelven interminablemente, intermitentes, hacen zafarranchos en esa franja
que no se sabe dónde empieza ni dónde termina. Y los colores y los pájaros se entrelazan,
forman parte de ese torbellino y el orden se desordena y en pleno desorden todo
funciona maravillosamente mal. Da la impresión de que el cielo no cubre la
tierra, ni descansa en ella ni nada que se le parezca. Y esto es sólo una parte
de eso que se expresa silenciosamente, lo que no nace en el borde de las
araucarias, pero que tampoco termina en el sitio en que parece terminar, porque
se confunde con el vertiginoso color negro de la noche. Cierro los ojos y
pienso que lo que acabo de ver no ha sido más que un manotazo, un gesto
intempestivo, eso que tal ve no sucedió. Es más sencillo entenderlo así,
exactamente así: eso que no sucedió
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La tapa plastificada del libro brilla.
He dejado el libro sobre el pasto que amaneció húmedo y ya, a media mañana,
estaba reseco para terminar mojado a la tarde otra vez y para volver a secarse
durante el comienzo de la noche. A veces me parece que he venido aquí solamente
decidida a corroborar que todo cambia. Limpio las telas de araña en los marcos
de las puertas, en las esquinas, en los huecos, en los ángulos y, al atardecer,
las encuentro nuevamente trasparentándose en el aire. Los insectos que
revolotean alrededor de las lámparas encendidas mueren y se renuevan en un
abrir y cerrar de ojos. Los cascarudos con las patas hacia arriba sobre la
alfombra de yute, las mariposas eternamente adheridas a la red metálica con las
alas abiertas como para adornar un cuadrito y las otras mariposas, la viudas,
muy negras, forman un tendal sobre el piso, una lámina de bichos muertos que yo
misma barro cada mañana y que, al día siguiente, reaparece como por obra de un
milagro. Los mbariguí me
dejan brazos y piernas cubiertos de ronchas rojas que aplaco con Caladril y que
se encienden sin cesar con flamantes picaduras. Entonces no sé muy bien si en
este lugar se confirma la existencia del cambio o su contrario: la insoportable
circularidad que, al fin de cuentas, no hace más que inmovilizarnos la vida.
Todo se repite para volver al punto inicial. Es la rueda de las estaciones. Es
la letanía de la naturaleza. Aunque intuyo que últimamente todo cambia para
peor, eso dicen. Nada vuelve a ser lo que era, algo se va muriendo mientras
tanto. Y mientras tanto también yo soy arrastrada por esa fuerza, yo, que he
venido aquí escapando del rigor del tiempo. Es probable que no me haya
equivocado, porque alguien dijo que el nombre de este lugar remitía a las
puertas del Cielo. Sin embargo me resisto a pensar en una forma cuadrada como
una puerta o un portón si imagino este sitio. Aquí todo es circular, o todo
tiende a mantener una circularidad vertiginosa que me arrastra hacia un centro.
En ese centro debería estar yo misma, pero no hay nada, es un centro vacío,
donde, lamentablemente, está mi propia imagen vacía. Estoy mirando, desde hace
un largo rato, cómo la luz cae sobre ese libro. Pero de pronto me parece que la
luz no desciende sino que el libro la atrae, el libro tiene una luz muerta que
necesita resucitar y esa luz, que se derrama sobre él, es una fuerza que ha
comenzado un diálogo. Resulta difícil comprender de qué modo el mundo se apaga
y se enciende a cada instante, qué clase de sombras y de luces se confunden
entre los relámpagos. Cuando miro, una parte de mí parece decirme que el
espacio es más ancho, más alto, más profundo, que la luz choca consigo misma y
explota, que aquí faltan testigos que hablen de estas cosas, que los ángeles
están cansados de vivir entre nosotros sin que los llamen por sus nombres. Los
fantasmas que se arraciman cerca del techo son los pequeños cuerpos degradados
que quedan de nuestra memoria. A ellos casi podemos reconocerlos, se confunden
con nuestras conversaciones y ocupan espacios diminutos, comprimen el aire,
pero los ángeles necesitan que ahuequemos el aire y nos animemos a introducir
nuestra mano floja y abierta. Y allí, donde está la luz reproduciéndose
millones de veces, está el ángel acurrucado. Así que la luz que se derrite
sobre el libro es apenas un recorte, un fragmento, un haz; no desciende ni
asciende, apenas sobrevive, es indiferente a la existencia del libro y de
aquello que se anime a atravesarla, es similar a los fantasmas, digamos entonces
que esta luz es el fantasma de un ángel, la sombra de lo que no tiene nombre
todavía.
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Inexplicablemente nació en nosotros una
verdadera pasión por las películas de Chaplin. Nos desvivíamos por ir una y
otra vez a las universidades y a los cineclubs donde las circunstancias y los
policías vapuleaban al hombrecito gris, donde todo sucedía demasiado rápido y
el cuerpo del hombrecito era flexible e inmaterial. La vida se volvía
contundente y precisa, cada acción provocaba una consecuencia que se encadenaba
a otra serie de consecuencias enlazando a las personas en una trama
disparatada. Así el destino podía ser blanco o negro y en cinco minutos
volverse grisáceo. La vida era efectiva en las películas de Chaplin y a la vez
era devorada por el tiempo, cada hecho tenía un significado y un peso
irrevocable, pero ese hecho no aplastaba ni decidía nada, se diluía en el
instante y de esta manera cada instante, pleno y rotundo, era a la vez fugaz.
En las películas de Chaplin no había
por ejemplo un monte ni ninguna frontera, en todo caso había frontera y ninguna
era más importante que otra. No había un policía sino muchos policías y la
ciudad era muchas ciudades. El mundo se veía tan extremadamente intangible y
las personas tenían una trascendencia tan opaca que daban ganas de quedarse a
vivir allí, de dejarse estar en esas avenidas blancas y hasta de poner la
cabeza bajo el cachiporrazo de los policías. El mundo se podía inventar y
descomponer con igual intensidad, se lo podía modificar sin que se lo tuviera
una que tomar en serio. Ninguna cosa ocupaba un excesivo espacio en las
películas de Chaplin y, aunque había máquinas que se olvidaban del cuerpo de la
gente o tranvías infernales, todo parecía leve y antojadizo, la muerte no
existía en las películas de Chaplin, porque nada duraba demasiado. Y eso ya era
una gran ventaja para nosotros.
miércoles, 6 de febrero de 2013
Odysseas Elytis
dos poemas de "El Monograma"
(trad. directa del griego: Nina Anghelidis)
Ediciones El tucán de Virginia, México, 2010)
II
Estoy de luto por el sol y por los años que vendrán
Sin nosotros y canto por aquellos que han pasado
Si todo eso fue verdad
Cuerpos en armonía y barcas que chocaron suavemente
Guitarras que titilaron bajo las aguas
Los "créeme" y los "no"
A veces en el aire, a veces en la música
Nuestras manos, dos pequeños animales,
Esperando subir furtivamente el uno sobre el otro
La maceta con la albahaca en las puertas abiertas
Y los trozos del mar que nos seguía
Por encima de las tapias, detrás de los cercos
Por la anémona que se posó sobre tu mano
Y por el malva que tembló tres veces tres días sobre las
cascadas
Si todo eso fue verdad yo canto
Por la viga de madera y el tapiz cuadrado
Por la Gorgona, en la pared, de suelta cabellera
Por el gato que nos miró en medio de la oscuridad
Niño con el incienso y la cruz bermeja
Cuando la noche cae sobre lo inaccesible de las rocas
Estoy de luto por la prenda que rocé y el mundo fue mío.
III
Así hablo de ti y de mí
Porque te amo y en el amor sé
Entrar como Plenilunio, por todas partes,
Y hallar tu pequeño pie bajo las inmensas sábanas
Sé deshojar jazmines -porque tengo la fuerza
De soplar y llevarte adormecida
A través de luminosos pasajes, secretas galerías marinas
Y árboles hechizados con telarañas plateadas
Las olas han oído hablar de ti
Cómo acaricias, cómo besas
Como susurras el "qué" y el "eh"
Alrededor de la garganta, de la bahía,
Siempre nosotros la luz y la sombra
Siempre tú la estrellita y siempre yo la nave oscura
Siempre tú el puerto y yo el fanal a la diestra
El muelle mojado y el brillo de los remos
En lo alto la casa con las enredaderas
Las rosas sujetadas, el aire que refresca
Siempre tú la estatua que crece y yo la sombra que crece.
Odysseas Elytis (Seudónimo de O. Alepoudelis; Iráklion, Creta, 1911 - Atenas, 1996) Poeta y ensayista griego, uno de los más representativos de la renovación de la lírica moderna en Grecia. Obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1979.
Entabló amistad con el mayor defensor griego del surrealismo, el poeta Andreas Embirikos. En 1935 publicó sus primeros poemas en la revista Nea Ghrammata (Nuevas Cartas) y participó en la primera exhibición internacional surrealista organizada en Atenas ese año. Más tarde publicó en la revista Makedhonikes Iméres (Días Macedonios) una colección de poemas llamados Orientaciones (1939). La hora de los Desconocidos (1939) y El Sol el Primero (1943) son otros de sus libros de poemas
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