OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

domingo, 17 de junio de 2012

Alicia Steimberg (1933-2012)

 
Mi pequeño homenaje a una gran narradora y MAESTRA de escritores.

Dos fragmentos de Músicos y relojeros:

  Mi abuela conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad.
   Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba "comer cadáveres".
   Decía mi abuela que el noventa por ciento de los males del hombre provenían del estreñimiento. En casa lo padecían todos, y había un continuo ir y venir de recetas para combatirlo. A pesar de su sabiduría al respecto, mi abuela lo padecía más que nadie. Cuando lograba mover el vientre, andaba un rato con una gran sonrisa, se lo contaba a todo el mundo, y hasta era capaz de hacer algún chiste, o acordarse de la primavera en Kiev.
   Esas eran primaveras, después de unos inviernos que también eran verdaderos inviernos. Cuando ya parecía que el frío y la nieve iban a ser eternos, una mañana cualquiera ella corría las cortinas y veía pasar torrentes por su ventana. No bien se escurría el agua, bajo un sol repentino, todo estallaba en flores y los bosques se llenaban de cerezas. Cerezas dulces, no como las de aquí. Y así era al día siguiente, y al otro, y al otro. No como aquí, en estas primaveras que no se sabe lo que son.
   Así hablaba mi abuela de su país natal, cuando la marcha de sus intestinos la ponía de buen humor.
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Mi pierna. Recostada en la cama a la hora de la siesta, con un libro abierto sobre la almohada, he de­jado de leer para observar mi pierna con curiosidad, casi con fascinación. No sólo ha crecido, sino que ha cambiado notablemente. Está más torneada, con la pantorrilla llena, el tobillo más fino por comparación. Veamos las dos piernas juntas. Ahora estoy sentada en la cama con las piernas recogidas, las plantas de los pies bien apoyadas en la sábana. Estas que hasta ayer eran piernas de nena, no muy diferen­tes de las de un varón, aptas para el triciclo y el monopatín, para la mancha y la rayuela, ahora están adquiriendo esas sinuosidades típicas de las piernas de mujer. Esto es algo que me sucede, claro, yo no he hecho nada en especial para que ocurra. Sin em­bargo esta tarde de otoño, en el silencio de la casa, bajo el rayo de sol que entra por la puerta de la pieza y baña mi cama, me asombro y me fascino ante estas piernas que no parecen mías. Las miro de frente, de costado, me paro de espaldas al espejo del ropero y tuerzo el cuello para ver la parte de atrás: es cierto que ahora las pantorrillas se han redondeado. ¿Qué hago? Tengo once años, once años en el otoño de 1944. Es posible que haya algo malo, monstruoso, pecaminoso en la forma en que han cambiado mis piernas. Si no, ¿qué me impediría ir corriendo a comunicar mi gozoso descubrimiento? ¡Miren, miren mis piernas! ¡Ya no tengo piernas de nena! ¡Estas son piernas de mujer! Todavía seguirán cambiando, claro. Dentro de unos años, si puedo evocar mis piernas tal como las descubro ahora, me reiré, por­que en realidad aún no son nada: no son piernas de nena ni de mujer. Pero, miren,¡miren qué cambio! De ahora en adelante andaré en monopatín por el patio; si lo hago por la calle la gente se reirá vien­do a una mujer grande que anda en monopatín. Pero no importa. Esto es cosa mía. Es cosa mía y nadie me la quita.
Pero, ¿por qué está mal?
Bueno, ya he pasado mucho tiempo en la cama, en estas horas después del mediodía. No me permiten mucho ocio. Debo ponerme ya mismo a hacer algo útil. Los deberes, ordenar ni cuarto, lustrar mis za­patos, cualquier cosa. De lo de mis piernas ni una palabra. Me pongo los zoquetes y los zapatos guiller­mina, y antes de salir del cuarto echo una mirada de reojo a mis pantorrillas en el espejo, tanto como pa­ra corroborar mis observaciones. Sí, es cierto.
Salgo al patio. En las baldosas hay una franja de sol, y otra de sombra que proyecta la galería. Qué extraña modorra. ¿Modorra, yo? De veras es raro, porque soy incansable. Pero con gusto volvería a la cama, a leer, a no leer, a mirar mis piernas desde un ángulo y desde otro, en distintas posiciones. Pero eso es ocio, y el ocio está mal. ¿Por qué está mal?
Atravieso el patio y el vestíbulo y entro en la habi­tación más atractiva de la casa: el escritorio. En el escritorio está la colección de los Diccionarios En­ciclopédicos Hispanoamericanos, en veintiocho to­mos, edición de 1912. Hasta hace poco todo lo que hacía era abrir un tomo al azar y buscar las páginas ilustradas: flores, frutos, peces, banderas de todos los países. Pero hace algún tiempo he encontrado en ellos una veta mucho más interesante: la de las pa­labras prohibidas. No sé cuál fue la primera; pro­bablemente, "prostitución". Luego una palabra me llevó a la otra; en cada artículo correspondiente a una palabra prohibida figuraban otras no menos prohibidas que yo buscaría después en el tomo correspondiente del Diccionario, y así me enteraría, aunque el material y el estilo estuvieran algo pasados de época, del significado de la palabra "coito", de "masturbación", "parto" (obsérvese que todas las palabras prohibidas no tienen contenido erótico): "ninfomanía", "satiriasis", "polución" (aún ahora no deja de darme cierto escozor que la gente hable con tanta libertad de la "polución del ambiente", en aquel entonces los habría tomado por deslen­guados).
Pubertad. La sola palabra era pecaminosa, con re­miniscencias de otras palabras prohibidas. Un día Nélida faltó al colegio, y cuando volvió traía un jus­tificativo escrito por su papá, que era médico. Decía: "Mi hija Nélida estuvo ausente el día... por padecer molestias vinculadas con el desarrollo de su puber­tad". Insólito. Claro que el padre de Nélida era mé­dico, y los médicos están autorizados a decir cual­quier palabra... Miré a Nélida con admiración y en­vidia, pero sin entender.
No me había faltado la información mínima nece­saria sobre el advenimiento de la menstruación. Me fue comunicada en términos estrictamente técnicos y formales, y no me sorprendió porque ya conocía el hecho por conversaciones con compañeras de cole­gio. Así supe también que en otros hogares se habla­ba con más libertad de ese acontecimiento fisiológi­co, a pesar de que se trataba de hogares religiosos donde el pecado era pecado y no había vuelta que darle.
El tiempo, inexorable, siguió cambiando mi cuer­po. La ropa infantil, los zoquetes y los zapatos guillermina lucharon denodadamente por disimular los cambios, por aplastarlos, por conservar la loca ilusión de una niñez que se iba para siempre. Pero fi­nalmente venció mi cuerpo. Y hubo quienes no me lo perdonaron nunca.

(de… Músicos y relojeros (Edit. Planeta, Buenos Aires, 1993)


(*) Alicia Steimberg (Buenos Aires en 1933-2012). Estudió en el Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas. Fue Directora del libro en la Secretaría de Cultura de la Nación entre 1995 y 1997. Es traductora del inglés al español y organiza talleres literarios y cursos de lectura de textos en inglés.
En 1971 publicó su primer libro, Músicos y relojeros, en el Centro Editor de América Latina (Buenos Aires), que también resultó finalista en los concursos de ese año de las editoriales Seix Barral (Barcelona) y Monte Avila (Caracas). En 1998 fue traducido y publicado en los Estados Unidos por Latin American Literary Review Press, con excelentes críticas de Publishers’ Weekly y Kirkus. Siguieron La Loca 101 (Premio Satiricón de Oro de la revista Satiricón), Su espíritu inocente (1973), y una colección de cuentos de carácter intimista, Como todas las mañanas (1983). Paralelamente ha ido publicando cuentos en periódicos y revistas argentinas y latinoamericanas. Su última novela, El árbol del placer (1986) es además una crítica a ciertos métodos de «salvación» de nuestros días, como el psicoanálisis o la homeopatía.
Aunque escribe para adultos también apela a lectores juveniles como en sus obras El mundo no es de polenta, publicado en 1990 y Una tarde de invierno un submarino en 2001.
En 1983 obtuvo la beca Fulbright y participó en el encuentro de escritores International Writing program, en Iowa.
Ha recibido numerosas distinciones y fue traducida a varios idiomas.