OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

sábado, 29 de enero de 2011

Ricardo Zelarayán (1922-2010)


Zelarayán por Hermenegildo Sábat

Algunos párrafos leídos sobre Zelarayán y sus libros:


Entrerriano de nacimiento y para siempre, salteño-tucumano de tradición y santiagueño de vocación, tal como se definía, Ricardo Zelarayán (1922-2010) pasó gran parte de su vida “exiliado” en Buenos Aires. En esta ciudad escribió sus poemas y novelas y construyó su leyenda, la del escritor que ocultaba y perdía sus textos y la de una obra ausente, conocida a través de fragmentos y versiones parciales.

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La obra atraviesa su propia leyenda y se reconstituye así no ya bajo el signo de la ausencia y la postergación sino a través de textos concretos, que reclaman nuevas lecturas. Escritor de culto, figura central para los poetas de los 90, Ricardo Zelarayán ha encontrado palabras que resuenan con la misma intensidad del momento en que fueron escritas, la intensidad inolvidable de la mejor literatura.

(Osvaldo Aguirre, revista Ñ)

Zelarayán, como Joyce o César Vallejo , es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no lee poesía es un semianalfabeto. La Gran Salina, el poema que como un río atraviesa La Obsesión del espacio, el libro de poemas del 72, tiene sobre muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital. La prosa de Zelarayán –siempre poesía- está hecha con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo, pero no del campo idílico sino de la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido.

(Fabián Casas/ Fernando Molle, diario Perfil)


Los libros de Ricardo Zelarayán son libros perdidos, libros interrumpidos, libros abandonados según él mismo, un autor que teje su mito mezclando, confundiendo, gritando su historia de mudanzas, de Salta a Paraná, de Paraná a Buenos Aires, de un barrio a otro, de una calle a otra, donde dice ir dejando papeles, donde insiste en ir perdiendo novelas.Los libros de Ricardo Zelarayán son una obra sonora... una obra construida en la fábula de perder lo que se escribe porque lo que rige su lectura es el asombro de verlo para siempre ya escrito o ya sabido, porque la voz es el nudo de su obra, y la voz es lo que Zelarayán se trae de la provincia. La voz provincial, su sino orgulloso, por eso gritado hasta el justo desafuero.

( Laura Estrin)

-Una particularidad de su poesía es que parece ir escribiéndose azarosamente, sin ningún tema ni plan previo.

-Todo, todo lo mío es así. Una novela empieza por una frase escuchada en la calle. Volviendo a tu pregunta, cuando hay un plan previo para escribir, el texto siempre fracasa. Es necesario un disparador, y eso te da una angulación. Es como en la artillería. Tiene que ser una frase que me toca enseguida.

-Su obra evidentemente viene más del habla popular que de la tradición literaria, de las lecturas.

-Absolutamente lo que escribo viene muy poco, como vos decís, de mis lecturas. Sí reconozco una influencia muy fuerte en Macedonio Fernández, en el sentido del cuestionamiento del ser. No tanto en el estilo.

-¿Roña criolla era inicialmente una narración? Da la impresión de que son capítulos condensados de una novela.

-Bueno, eso se dice en la nota preliminar: estos poemas se escriben para preparar el clima de una novela, Lata peinada, aún inconclusa. A esos poemas los escribí en un verano, donde yo veía venir la novela, pero no tenía la frase de arranque. Habla de la gente del norte que baja a buscar trabajo. Después se creó el clima de la novela, y empezó. Y de Roña criolla quedaron cosas afuera después que lo armé. Hay cierta reiteración de las versiones, pero está bien, porque es una forma de leer los poemas de vuelta con algunas variaciones.

-En casi toda su poesía es notable la despersonalización, la dificultad de reconocer un yo poético.

-Puede ser, puede ser, pero habría que ver. Hay ciertos poemas amorosos míos que no son impersonales. Y en los poemas de Sombras que me gustan mucho, creo que, al contrario, son muy personales. Por otra parte, Juan Sasturain me deshizo en una crítica de La obsesión del espacio –en general las críticas fueron desfavorables- Dijo, y la pescó muy bien, que se producen violentas rupturas de clima. Y a mí me interesan las rupturas de clima.

(fragmentos de la entrevista por Fernando Molle)

Poemas:

Dos
Adelante la mesa se parte en dos como calavera usada.
Y el humo del arroz calaverea.
Enseguida se le viene encima la pared carcomida.
Buena yunta pa tumbarse al raso.
Al rato la noche negra curiosea por todos los rincones, con toda la mano abierta.
La cosa se hace larga para la rosa ciega. Las piedras son puro diente amontonado.
Por si acaso el cielo se derrama, puro barro suelto.
El fuego ha madrugado, alma de mosca zumbona, lado a lado disparado de la mulita dientuda, apretada pulga negra entre las piedras. Monte oscuro, guay, gatillado, envolvedor, instalándose nomás, flotante, volador flor calcinada.
Y Antenor con nudo ciego de cuerda de guitarra en el cogote.
Y la alharaca silenciosa de puro pucho junto a la piedra de siempre.
La piel barcina acalambronada, guarangueando se despega sola y se vuela venteada.
No quesa un hilo de esa voz seruchona, orgullosa del balazo acicalado.

Aire sordo
Boca flor de buche.
Una volteada no alcanza, rasca piedra, arisca tuna. El agua se agita cuentera.
Sordo el estallido de la gota, triste derrame en la seca. Airearse, moverse mojarse, lo otro es alambre de púa en tuna, pan con pan...
Bordes duran si aguantan. Ni siquiera el filo, miel guacha en la polvareda.
Silbido o respiración. Ahora somos todos sordos atropellando a los árboles. Empollando piedras eternamente.
Y árboles mendiguean entre las pìedras mientras afloja la arena toruga hasta que el viento arremete.
Y ya no hay sombra que valga. Las grietas nada más que en el recuerdo. Adiós al viento salado que nunca hizo sombra.
Boca-buche. Fuego sin semillas, arena sin nada suelto.
Rascar por rascarse. Ver por ver, inútil desde mientras. Hacha de filo cada vez más ancho, piedra al fin, boca de arena.
Quiebra que te piedra y no se oye.

en: Roña criolla, 1984, editado en 1991 por LIBROS DE TIERRA FIRME

Quince minutos después

A Celia, siempre

Estaba ordenando las cosas para salir...
Y mientras ordenaba mis cosas
veía al lobo,
al lobo que fui
y no sé si al lobo que seré...
La palabra "cinzas",
una palabra en una canción de Wilson Simonal,
me atrae...
Una palabra que no puede traducirse como cenizas, en castellano.
Una palabra que resplandece como los ojos de los gatos en la oscuridad.
O los faros de los coches en la ruta pavimentada,
cuando la noche se hace madrugada
entre Córdoba y Villa María.
Salí de mi casa para verte,
con todas esas cosas en la cabeza...
lobo aullando junto a la "cinza" resplandeciente...
ojos de gato en la oscuridad,
faros de coches sonámbulos que se acercan y se alejan de Córdoba.
Y llegué quince minutos después...
No quisiste hablar.
"Ya se me va a pasar", dijiste.
Y durante un tiempo largo nos miramos en silencio.
El plato vacío,
el tuyo y el mío,
eran más blancos que nunca.
Y después vino el pedido.
!A llenar el plato!
!Tu plato y el mío!
Y empezaste a hablar...
!Y hablamos!
Después de comer, un paseo.
El sol no estaba...
pero en ese momento, qué importancia tenía?
Yo me sentía un inmenso pancito de azúcar
rodeado de árboles muy verdes.
Los trenes que pasaban a lo lejos
eran un poco tus caricias tímidas,
tus miradas
Un perro trataba de jugar al fútbol
con dos chicos.
Un avioncito con motor giraba y giraba.
El paseo, el descanso, era un vuelo.
Y después el cine.
Un cine de domingo nublado.
Un cine de madera blanca,
donde la película, buena y todo,
al fin y al cabo,
fue lo de menos.
Después salimos.
Nos bastaban apenas
unas pocas palabras.
Y después...
Después siempre.
Pero yo recuerdo.

en: La obsesión del espacio

A la que no fue, pero pudo ser, la hasta ahora siempre ausente

Todavía no sé por qué amaste la iguana.
Yo que la iguana me hubiese vuelto iguanote,
iguanodonte...
(su antepasado remoto averiguado)
y entonces te hubieras visto obligada
a protegerte en mis brazos
para refugiarte del iguanodonte.
Tal vez yo hubiera muerto,
pero no importa.
Tal vez yo hubiera matado al iguanodonte
y seguiría siendo el picaflor.
El picaflor para libar esa miel
del capullo de tu boca...
Y vos seguirías siendo la rosa roja,
rosa encendida
como la sangre de la iguana que mataste,
vaya uno a saber por qué.
Después de eso hubo silencio,
el mayor silencio,
tanto, que ahora
yo me quedo en silencio.
Un silencio que se reproduce inesperadamente...
pero siempre.
Un silencio para oír (sucesivamente o no sé)
el volar de los caranchos,
el silbido inconfundiblemente lejano de la perdiz
y la locomotora que resopla subiendo la colina del monte.
Es decir, un silencio que en realidad no es tal,
pero que en ese momento era el mayor silencio.
Un silencio
o mejor un ramo,
un ramo hecho con el canto del pirincho,
(ahora me acuerdo)
el aletear de los caranchos,
el silbido remoto de la perdiz,
el resoplar de la locomotora subiendo la colina del monte
y, ahora recuerdo,
el zumbido metálico del avión
tapando la cigarra de la siesta.
Un ramo de aquel silencio para la iguana muerta.
Para la iguana que mataste vaya uno a saber por qué.
Para la iguana que mataste por algo...
"Quisiera ser picaflor y que tú fueras clavel."
!Oh! rosa roja que mataste la iguana!
Rosa que encendiste un silencio para siempre.
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Lamentablemente los poemas nunca (o casi) son lo que uno
quiso decir, lo que uno quiere decir, lo que uno querrá
decir (o saber).
Venga una lágrima suelta,
aunque sea de cocodrilo,
por este, otro y muchos poemas.
Y aquí me callo (consumido por el silencio, por aquel silencio que vuelve, que siempre vuelve).

en: La obsesisón del espacio

lunes, 24 de enero de 2011

MICHOU POURTALÉ


le galet

OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS (*)


Algún canto rodado


El canto rodado no es una cosa fácil

de definir, dice Francis Ponge.

Le galet, roma piedra que el mar rescata

delante de mi pie en la mismísima

orilla de esta playa desdibujada

por pisadas anónimas y mendrugos

hachados de caracola partida,

arroja su aplanada cara de

luna con agujero.

Obsesivo el guijarro ocre gris,

heredero directo de un ancestro pétreo,

monologa imperturbable su diáspora,

llama a través de la materia, clama.

Este pasadizo arqueológico

comido dentro del simple oleaje

por sal, medusa, diente de algún pez,

capricho horadado en forma de O,

inserta un tajo oblicuo en mi ojo.

Ranura centrada en piedra,

la nada y el todo centrados en ranura,

ocaso y renacer en el redondo canto

litúrgico de alta marea. Eterno

un rodar de rueda en constante

lenta molienda de arcano cíclico,

hace que le galet muera.

Trémula orfandad fragmentada

en arenillas compactas dispersas

clandestina se acomoda

al golpe de calor, a la nimiedad,

al desprecio.

Cabe preguntarse qué oculto don

se esconde en el circular vientre de siglos

del pedrusco ¿una eterna sapiencia,

alguna loca dádiva? Tal vez sea la extraña

reserva impresa por el maravilloso

engranaje de su rolar, vida al fin sometida

al brutal tratamiento de inmensidad y ola.

Un cordón sostiene el canto rodado

que lánguido cuelga sobre mi pecho

mientras algo de su historia se concluye

otro va a dar comienzo, impredecible.

(en Del mundo de las cosas, de La misma que soy)



Hay un atrás del tiempo que deja

el tiempo al pasar y allí se instalan,

cómodas, las tantas vejeces que fueron

amadas. Zarcillo, muñeca, foto de familia,

cómplice caja laqueada, son simples vejeces

que tuvieron, a título sentimental, un brillo.

Así son ellas hoy. Un algo vetusto sin valor

las muestra apagadas pero dignas,

se diría chapadas a la antigua. Baratijas

en desorden ordenado al fin,

antiguallas que nos resultan íntimas,

con el afecto invaden y atrapan

lugares donde quedan fijas, su calma muda

con un lento resorte al pecho picotea

y llega esa fragancia dulzona

de papiro indescifrable rancio.

Un afán de caricia nos sorprende

justo donde la nostalgia hizo nido,

único punto al que se vuelve

para ahuyentar la molicie del alma.

Este botón de nácar con cuatro agujeritos

me inclina a meditar, correr el velo de la pátina

como atanor que se apaga.

Las vejeces llevan grietas cuyo presente

es pasado, ahora un simple recuerdo.

Ellas son lo ya vivido. Es lo eterno.




El muerto tiene un lugar de pertenencia

sólo suya, sobre la cual hemos inventado

un raro entretejido.

Intelectuales o necios optamos

por algo metafísico o una aceptación

tan difícil como dura de asimilar

por no entender la nada. En esfera opalina

el muerto está desposeído de bienes

y uno se pregunta si lleva impresa

la memoria pasada,

si guarda el recuerdo de las tantas cosas

que amó siendo suyas. Ahora otra mano

toca, resuelve, dispone

sobre esa materia que lo sobrevive.

Del trazo de sus pisadas solo

quedan borrones cada vez más

difuminados, reales fragmentos

que nos hacen demudar

él ya nada necesita y con su tropa,

algún libro o bártulo, ciertos enseres,

retenemos su huella

dentro de su pobre ojo mortal.

(de El coloquio, en La misma que soy)


(*) Michou Pourtalé nació en Azul (provincia de Buenos Aires, Argentina). Ha publicado los poemarios Milenaria caminante (Botella al Mar, 1997); Hombres en sepia (G. E. Latinoamericano, 2000); Signos tardíos (Nuevohacer, 2003); Damero para un cuerpo (El Copista, 2006); La misma que soy (Vinciguerra, Buenos Aires, 2010) Ha escrito ensayos sobre la obra de Francis Ponge y Néstor Perlongher. Participo en numerosas antologías dentro y fuera del país. Es miembro de la sociedad civil que reúne a escritores estudiosos de la Literatura, Gente de Letras, fundada en 1978.

Contacto: michou@fibertel.com.ar


domingo, 16 de enero de 2011

Parque Las Heras, María Elena Walsh (y yo)








El sábado 8 de enero estuve en Buenos Aires alojada exactamente a media cuadra del parque Las Heras, ese espacio verde que frecuentaba María Elena Walsh y que yo tuve tan presente y quise conocer, a partir de la lectura de su libro “Fantasmas en el parque”, publicado en 2008. Provista de
mi cámara fotográfica y un paraguas, dado que amenazaba lluvia, me propuse caminarlo entero. Entré por la esquina de Coronel Díaz y Avda Las Heras; allí, tres chicas vestidas con largas túnicas griegas promocionaban un yogurt (cada transeúnte se llevaba una unidad para su degustación), El griego, producto reciente de una marca líder en el mercado. Por suerte, con esa primera y única demostración, se acabaron las estrategias marketineras cruzadas en mi camino esa mañana, no quería que nada interrumpiera la relación bucólica y literaria que yo había trabado con ese parque.

Me sedujo el silencio apenas interrumpido por el canto de los pájaros que entre árboles puede oírse, el silencio que se siente crecer en medio de la vorágine capitalina, me crucé con varios paseadores de perros y con caminantes y deportistas de toda laya tal como había leído en las páginas del libro. Busqué inútilmente algunos datos sobre la Penitenciaría, me indicaron la esquina donde un cartel ad-hoc me explicaría todo, pero se largó la lluvia y tuve que renunciar a mi objetivo, no sin antes y bajo el paraguas tomar las fotos que acompañan esta entrada.

Las nubes negras amenazaron desde temprano, era lógico y en cierto modo premonitorio, el cielo llovía al este y al oeste, al norte y al sur; llovía o lloraba, no flores de jacarandá sino agua de lágrima, anticipaba el quiebre que se produciría el 10 de enero, oscuro día (que paradójicamente fue de sol), de la partida de María Elena, visitante dilecta y habitué del parque Las Heras. Sitio que de ahora en más podrá recorrer, como era su costumbre, qué duda puede caber, pero ya libre de toda atadura y dolor terreno; volátil, leve, desde su nueva entidad de fantasma recién estrenado.

por Marta Ortiz

Dos citas textuales:

“El parque Las Heras, solárium poco festivo, ocupado por una muchedumbre que se borró el pasado y no percibe los fantasmas”.

“Este parque, mejor dicho plaza, un terraplén elevado con pocos, viejos y bellos árboles empeñados en sobrevivir, construcciones a la bartola, escuela, iglesia, etc, fue la Penitenciaría, enorme edificio ocre, sólido, destruido en una noche como por un sismo, caído en ruinas para borrar algunos oprobios y congojas, sin salvar un solo cascote como recuerdo. Y ya nadie sabe lo que fue, ni para qué, ni por qué lo arrasaron”.

(en Fantasmas en el parque, Alfaguara 2008)

lunes, 10 de enero de 2011

María Elena (Buenos Aires,1930-2011)

Dos grandes que partieron, autora (María Elena) e intérprete (Mercedes), un dúo de lujo.

Mucha agua ha visto correr bajo el puente María Elena Walsh, creadora de la célebre tortuga Manuelita, de Dailan Kifki, La vaca estudiosa, la reina Batata y tantos otros personajes entrañables, así como de letras y canciones emblema en un país que por décadas ha hecho un culto de la desmemoria (En el país del nomeacuerdo, Como la cigarra), aquella joven juglar que junto a la tucumana Leda Valladares integró el dúo “Leda y María” que difundía música folklórica argentina en Europa (1953- 1955); la misma que en su calidad de productora-consumidora de cultura atacó a la censura en el artículo publicado en 1979 en el diario Clarín: “Desventuras en el país-jardín-de-infantes”, o la que con igual intensidad defendió mucho más tarde la vigencia de la letra eñe. Mucha letra y música ha echado a correr bajo el puente María Elena y por eso pudo elaborar una síntesis, la suya, que, sin embargo, lejos de ser optimista resulta más bien apocalíptica: “Tanto tribunal, tanto exilio, tanta hoguera al divino botón”.

Algunas frases elegidas y extraídas de su novela de corte autobiográfico “Fantasmas en el parque”, Alfaguara, Buenos Aires, 2008:

“Soy un museo, sí, pienso y no digo, un museo de recuerdos preciosos, y un cementerio de comedora de lotos, mi vida está llena de humo”. (pág. 230)

“Uno hace lo que puede con sus muertos, pero siempre pesa cargar con fantasmas, nos pasamos la vida buscando dónde ponerlos. La ilusión de que están en el cementerio y nos escuchan. Sus visitas a los sueños, de donde siempre tienen que regresar a alguna casa apenas reconocible” (pág 12)

“Ya sé, ya sé que no volverán las oscuras golondrinas ni las palomas con una postal en el pico ni las nieves de antaño ni las esquelas enlutadas ni el tiempo de las cerezas ni los telegramas de lujo ni los carteros de uniforme. Ni la paciencia de leer y escribir”. (pág. 219)

“…prefiero luchar con mis propias penumbras y no con las que vienen alistadas y predigeridas. Sigo remando con mis vestigios y mis papeles, tal como sigo habitando mi propio cuerpo con todos sus desfallecimientos”.