OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

sábado, 24 de mayo de 2008

Tarsicia y el unicornio


A los quince años Tarsicia vestía una túnica de tarlatán blanco y sujetaba
sus largos cabellos con una tiara de campánulas rapunculoides también blancas.

Una rara neurastenia solía hundirla en profundos baches de tristeza además de
impulsarla a practicar agujeritos en el entelado azul con palmeras que cubría las paredes de su dormitorio virginal.
Una tarde, molesta por el agobio del calor y el cosquilleo de vanos sentimientos contradictorios, Tarsicia sintió unas ganas locas de romper todo. Con sus pequeñas manos de hada se arrancó la túnica de tarlatán, al par que destrozó gran parte del entelado, acto que de inmediato desveló un enorme boquete en la parte recién estropeada de la pared. Desde esa primera vez, tuvo acceso al bellísimo arroyo cuyo cauce espejado repta sereno hacia la espesura de una región de apariencia selvática. A lo lejos, colgajos de bruma tejen su trama invisible hasta diluirse en la nada.

Reclinado sobre la orilla, el unicornio blanco descansa su casta hermosura tras haber cumplido un viejo y obstinado sueño: el de abrir a golpes de cuerno un profundo hueco en la floresta. Relampaguean sus ojos tiernos al ver prodigiosamente satisfecho su deseo: el luminoso espacio recién troquelado descubre la intimidad del cuarto azul con palmeras bordadas en hilos de oro donde Tarsicia reposa, como siempre, su lechosa desnudez virginal.
Marta Ortiz